Las palabras de mi hija



Por Geovanny Espinosa T.

En lo alto de las montañas crece una ciudad muy bonita, llena de casas de todos los tamaños y colores, y de calles estrechas que a menudo están congestionadas. Dicen que es la carita de Dios. Yo creo que no es así, porque tiene casi quinientos años pero para mi que Dios es un poco más viejo.
Viví ahí cuando era una bebé, ahora vivo en otro lugar al que todos le llaman el valle. Mi abuelo venía acá de paseo cuando era joven, o sea que en esos tiempos el valle servía para pasear y no para vivir.
El valle es como Quito, muy lindo, pero con  menos carros y más caballos. Aquí hay caballos porque si subieran hasta Quito llegarían muy cansados. Dicen que cuando se sube a Quito a una le coge la altura y se enferma. Por eso hay pocos caballos allá porque no hay hospitales para caballos, solo para jinetes.
Lo malo es que los jinetes están cambiando caballos por carros. Hay familias que tienen uno, dos y hasta tres caballos, otras que tienen uno, dos y hasta tres carros y otras que no tienen nada.
Mi papá dice que estoy en la mejor etapa de la vida: la niñez. Yo pienso que él también está en la mejor etapa de su vida: la flor de la vejez.
Mi casa es igual a las demás. Tiene pisos, paredes y ventanas, pero esta es especial porque incluye una perra. Ella es grande y babosa. Tiene los ojos negros muy tristes, aunque siempre está feliz, tan feliz que parece que tiene dos colas.
Desde el primer día, fuimos las mejores amigas. Ella entiende todo lo que digo y yo entiendo todos sus ladridos. Mis amigas no me creen cuando les digo que entiendo su idioma, aunque más que idioma es un lenguaje, porque siempre está con la lengua afuera.
A mi perra le pusieron el nombre de esa diseñadora de ropa para señoras ricas: Coco Channel, pero en una sola palabra le llamamos Cococha. Ese nombre le va mejor porque ella de ropa no sabe nada, es más, siempre está desnuda. Y tampoco sabe nada de señoras ricas porque a la única señora que conoce es a mi mamá, pero ella no es rica, aunque mi papá dice lo contrario.
Cuando escucha esto, mi mamá se pone roja y se achola. 
Yo no sabía qué significa acholarse. Me explicaron que significa avergonzarse, pero para mi que tiene que ver con ser cholo.  Si es así, mi mamá no podría acholarse porque ella es blanquita y linda. El que sí podría pasar toda la vida acholado es mi papá.
Mi papá es el mejor hombre del planeta, lo malo es que en su trabajo no lo saben. 
A menudo llega enojado y cansado porque juega todo el día con sus amigos pero ellos le hacen trampa. Él dice que no va al trabajo a jugar, sino a trabajar, pero estoy segura de que sí va a jugar porque si no es así ¿para qué va a trabajar?
Me contó también que los amigos del trabajo se llaman compañeros, y que el compañero que más grita se llama jefe. Lo peor es que tiene un jefe que tiene otro jefe, y este a la vez tiene otro y así. Con tantos jefes, no queda quien trabaje.
Yo creo que su trabajo es muy chévere porque siempre está entrevistando a personas y saliendo en la tele. La que no tiene un trabajo tan divertido es mi mamá. Ella es la primera en levantarse y la última en acostarse. A la madrugada despierta a todos con el ruido de la licuadora. Nos prepara el desayuno, alista la ropa para la escuela y plancha la camisa de papá. Está pendiente que no nos olvidemos nada y que salgamos de casa bien peinados.  Arregla la casa, lava la ropa, alimenta a la Cococha, va a comprar, cocina y me recoge de la escuela. Y así todos los días. Creo que a ella no le gusta ese trabajo, pero lo hace. 
Mi papá  trabaja por dinero. Mi mamá trabaja por amor.
Mi mamá cocina muy rico, pero la que cocina mejor es mi abuela. Para poder cocinar así primero debes ser carishina, que significa no saber hacer nada. Luego de ser carishina, lo que debes hacer es casarte.  Así, de lo mal que cocinas, empiezas a cocinar cada día mejor hasta que te haces abuela y ya sabes cocinar muy rico.
Mi abuela confesó que se casó muy joven y que siempre ha estado en la cocina. Pero la vida ha cambiado, las mujeres ya no estamos para la cocina. Por eso hay señoras que se han hecho doctoras, presidentas y hasta astronautas. También hay señores que se han hecho señoras.
En la escuela nos enseñaron que hace muchos años atrás llegaron de lejos unos señores que usaban pelucas blancas y que acordaron que nuestra capital sea la mitad del mundo.  Nos llevaron  a conocer un monumento que no es monumento sino museo y nos paramos sobre una línea que corta en dos a la tierra y que se llama Ecuador, como nuestro país. Lo chistoso de los señores con pelucas, es que sus compases no eran de muy buena marca y pintaron la línea unos metros más allá de donde tenían que pintar. Pero nuestros ancestros indígenas ya habían inventado donde exactamente es la mitad del mundo, está sobre un monte llamado mantequilla. Lo que pasa es que nuestros ancestros utilizaron al sol como compás. Y con semejante compás ¿quién se puede equivocar?
Esa tarde, con mis amigas jugamos a que encontrábamos la mitad del mundo en el monte mantequilla. Aprovechamos y preparamos un sánduche con El Panecillo.
En los recreos jugamos con la computadora que tiene muchos juegos en internet. Cuando mi papá era niño, no existían las computadoras ni los teléfonos celulares ni el Internet. Yo pensé que el pobre vivía muy aburrido, pero no era así. Me enseñó a tingar las bolas, bailar al trompo y saltar la soga. Contó también que jugaba a buscar cusos en la tierra y a coger saltamontes en el Itchimbía. Yo no pude conocer a estos animalitos porque también se hicieron grandes y se fueron de casa, como mi papá.
Cuando él era pequeño yo aún no nacía, eso me pone mal porque me hubiera gustado ser amiga de mi papá y jugar sus juegos. A la que no le hubiera gustado para nada es a mi mamá, porque a ella no le gusta que mi papá juegue con sus amigas.


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